jueves, 5 de marzo de 2009

TEXTO GANADOR: EL TELÉFONO MÓVIL (relato) por Eva


(Todo parecido con la realidad, no siempre implica mera coincidencia).


La admiración de Luis Alberto por Amelio no resultaba casual. Lo cierto es que Amelio era un tipo tranquilo y entrañable, y con su buen hacer y su carácter afable se había ganado la simpatía y la amistad incondicional de Luis Alberto per tutta la vita a pesar de los cientos de kilómetros que les separaban, pues Luis Alberto residía en La Capital y Amelio en tierras Asturianas.

Se veían en contadas ocasiones, aunque suficientes para continuar fomentado la amistad florecida muchos años atrás cuando ambos coincidieran en un congreso literario.

"¿Cómo compensarle los buenos ratos que pasamos juntos?" pensaba Luis Alberto cuya manera de ser, aunque extravagante y singular, se revelaba agradecida y le animaba a agasajar a su amigo.

Esta cuestión le mantuvo en vilo durante cuatro largos días y sus consiguientes noches ya que Luis Alberto deseaba fervientemente demostrar y compensar a su camarada, su compañero, su incondicional amigo, las muchas horas de confidencias en las que compartían geniales conversaciones. Transcurría la cuarta noche de insomnio y sonaban las cuatro de la madrugada, en el reloj de carillón que Luis Alberto acomodara e instalara en el salón de su casa. Un reloj regio y señorial, perteneciente a su familia desde cuatro generaciones atrás: parte de la herencia familiar recibida a la muerte de su padre. Sus cuatro hermanos renegaron de él. Otros objetos mucho más valiosos clamaron su atención y sobre todo sus codicias, por lo que Luis Alberto mucho mas sentimental que avaricioso, celebró en silencio pero con satisfacción, la suerte de recibir el majestuoso y suntuoso reloj de carillón que con frecuencia atraía a su recuerdo la imagen de su abuelo, reloj de bolsillo en mano ajustando las canicas y los péndulos; acción que con el paso de los años repetiría su padre, y que en la actualidad reproducía, miméticamente, él sin perder la usanza del reloj de bolsillo. Ajustaba con esmerada minuciosidad las esferas y las manecillas cada cuatro días, y por no incumplir la tradición familiar, invariablemente a las cuatro de la tarde.

Todo esto pensaba Luis Alberto tumbado boca arriba en la cama, escudriñando la oscuridad, mientras sonaban las cuatro campanadas que anunciaban las cuatro de la madrugada."¿Por qué se repetirá tantas veces el número cuatro?" se preguntaba Luis Alberto en medio de su insomnio. ¡Es curioso cómo se entremezclan los pensamientos! Se incorporó de repente.

¡Ya lo tengo! ¡Claro! La modernidad frente al clasicismo. Las nuevas tecnologías frente a las antigüedades, las antiguallas y los arcaísmos. ¡Cómo no lo he pensado antes¡ Cada vez que suena el carillón evoco a mi padre y a mi abuelo que forman parte del pasado. Cada vez que me duele la cabeza, mal que aquejaba a Luis Alberto con frecuencia, es en Amelio en quien pienso. Le regalaré uno de esos teléfonos modernos que la gente lleva en los bolsillos, con los que hablan por las calles, en la parada del autobús, sentados en el metro… así se sentirá más cerca de su mujer, a la que tanto quiere y adora y charlará y departirá con ella siempre que la extrañe sin que su jefe le amoneste por efectuar llamadas desde la empresa.

Sin duda llevaba merito explicito e implícito la idea y la decisión de Luis Alberto quien por su naturaleza inconformista y resignada, más por vagancia que por ofuscación, apenas comulgaba con la nueva tecnología. Vivía acomodado en las rancias costumbres de antaño.

Contaba aún las bolitas en su ábaco cuando padecía ataques de estrés, retornando así a la infancia, en la cual todo transcurría apacible y pausado y su trenecito eléctrico portaba vagones de mercancías que descargaba una y otra vez en el cuarto de los juguetes. Incluso su propia fachada exterior delataba su clasicismo: impecable, inmaculada, trajeado como un figurín, con corbatas de pura seda italiana y alzas disimuladas en el interior de los zapatos para cumplimentar las medidas perfectas.
Habitualmente, mantenían despierto a Luis Alberto sus insufribles dolores de cabeza. Sus largas noches de jaquecas las compartía a menudo con Amelio que, impenitente vigilante nocturno, velaba con esmero la seguridad de unos grandes almacenes, observando con todo el detenimiento que el parpadeo de sus pestañas le permitía, los monitores de las cuarenta cámaras colocadas estratégicamente a lo largo y ancho del establecimiento. A él llamaba por teléfono cuando sus neuronas se entremezclaban y se amotinaban provocándole las tediosas neuralgias que le retorcían, su cerviz, su pescuezo, su occipucio, obligándole a transcribir con resuellos su suplicio y dejando a la altura del tacón de las botas de Pulgarcito su estado de ánimo. Amelio, paciente, con un ojo por allí y el otro por allá, sabedor de lo agotador que resultaba el tiempo libre de los demás, escuchaba la narración exacta y detallada de Luis Alberto al describir a qué hora y en qué justo momento se iniciaba la migraña.

Buen contador de historias, Luis Alberto, describía minuciosamente cómo en cuestión de instantes, sus sienes temblaban al tiempo que la vena temporal, la que nacía de las venas tegumentarias laterales del cráneo, se hinchaba, y a ritmo de latido, bailaba la migraña. Poco imaginó entonces Luis Alberto que el teléfono, cómplice de sus noches, se convertiría en el regalo perfecto para su estimado amigo.

Las pocas veces que Amelio lograba intercalar una palabrita de canto en medio de la fluida y monotemática conversación de su amigo, le hablaba de su querida Lola. Luis Alberto, envidiaba sanamente el amor que ambos se profesaban. Sabía de las opíparas cenas que Lola le preparaba para mitigar su apetito en la vigilia de la noche manteniendo su libido íntegra hasta el regreso a casa. Sabía, igualmente, las efusivas despedidas que se prodigaban en la puerta del ascensor y de cómo Amelio hundía la cabeza entre los generosos y poderosos pechos de su mujer mientras ella le acariciaba, lisonjera, y con ternura, sus cabellos. Hasta cuatro veces presenciara Luis Alberto aquellas entrañables despedidas. Las mismas cuatro veces que tuviera el placer de cenar en su casa y sentirse un privilegiado invitado de honor en esa familia. Pocas veces vivía Luis Alberto escenas tan tiernas, pues su vocación de empedernido soltero, y las nefastas relaciones con los suyos, le convirtieron en un sempiterno solitario.

El paquete llegó a su destino el jueves cuatro de abril a las cuatro de la tarde. Amelio dormía la siesta y Lola, curiosa, decidió abrirlo al tiempo que leía la nota adjunta.
Querido amigo:

Apenas dos palabras para agradecer tu amistad. Con el deseo que te alejes lo menos posible de tu Lola, te envío este presente que no dudo sabrás manejar muy pronto. Por mi parte, continuaré apegado al método tradicional y a ser posible desde mi casa. Si resultara indispensable me animaría en la oficina pero ya me conoces; soy poco partidario de llevar el aparato en la mano y mucho menos sacarlo en medio de la calle a la vista de todo el mundo, perdiendo la intimidad. No dudo que será éste, un vínculo que estrechará aún más la unión con tu mujer, acortando las distancias y el tiempo con ella, por ella y para ella.
Con todo afecto, tu incondicional amigo,
Luis Alberto.

EPÍLOGO

Lo que omitió Luis Alberto en la nota fueron sus desventuras en las tiendas de telefonía móvil.

-Buenos días. Verá usted, deseaba regalarle a un amigo un teléfono de éstos tan modernos y chiquitos, tan de actualidad en este momento, para que se mantenga al habla permanentemente con su mujer. El trabaja por las noches, es vigilante en unos grandes almacenes, y me consta que la extraña mucho, la echa de menos y le encantaría escucharla y sentirla cerca en todo momento en sus largas guardias, y no dudo, ni por un instante, que el placer será compartido por su mujer.

-¿Y… usted que parece conocer tan bien a su amigo… qué compañía le parece más adecuada?- le preguntó con seriedad el dependiente.

-¡Oiga! No le permito ese tipo de ofensa. ¡Pero… qué se ha creído usted! Mi amigo Amelio no va buscando por ahí otras compañías que no sea la de su mujer. Tenga usted un buen día y que le zurzan.

Salió Luis Alberto de la tienda muy enojado. "Debería volver y hablar con el encargado", se decía a si mismo mientras cruzaba la calle. "Le sugeriré que despida de inmediato a ese penco sinvergüenza que ofrece servicios de compañía a los clientes. ¡Como si mi amigo Amelio fuera de esos que van por ahí dejándose acompañar por cualquiera!".

Caminó largo rato, cabizbajo y disgustado cuando al doblar la esquina se dio de bruces con otra tienda de telefonía móvil con un anuncio espectacular en el escaparate.
NUEVAS TECNOLOGÍAS PARA TODAS LAS EDADES

El gesto de Luis Alberto cambió bruscamente, de nuevo volvía a sentirse animoso."¡Qué considerados en este comercio!, ¡se preocupan por todas las edades! Seguro que en esta tienda hay buenos profesionales", supuso al tiempo que cruzaba el umbral de la puerta.

En esta ocasión se le acercó una joven de aspecto agradable, ataviada a la perfección con traje sastre, color gris perla, de chaqueta entallada y falda recta hasta la rodilla, con camisa azulina de cuello esmoquin y zapatos de medio tacón que completaban brillantemente su atuendo.

-Buenos días caballero. ¿En qué puedo servirle?

-Buenos días, ¡qué amable es usted! Deseaba hacerle un regalo a un amigo y había pensado en uno de estos teléfonos tan modernos y pequeños sin los que hoy en día la gente, tal parece, que no logra sobrevivir, aunque no es mi caso.

-¿Dígame usted? ¿Su amigo pagará el servicio con tarjeta o formalizará un contrato?

-¡Pero que le pasa a todo el mundo! Gritó Luis Alberto consciente que elevaba el timbre de su voz habitualmente estático y monocorde.

-¡Cómo se atreve usted! Mi amigo Amelio es un tipo fiel a su esposa y jamás pagaría ningún servicio ni con tarjeta ni a plazos y… porque parece usted una dama que sinó… ya le estaba diciendo dónde guardase los teléfonos. ¡Hasta nunca señora mía!

Salió de la tienda alterado y enojadísimo, con una migraña de concurso que amenazaba convertirse en permanente y perenne. "¡Están salidos! ¡Todos éstos telefónicos espaciales, están corruptos, locos, pervertidos, degenerados! ¡Dónde iremos a parar con esta nueva era repleta de depravados y reprimidos sexuales que se creen los reyes del mambo con un teléfono pequeñito en la mano! ¡Anda que si saco a pasear el de mi casa se van a enterar! Porque… será antiguo y carcamal, pero grande, lo que se dice grande... es descomunal. ¡Vamos! ¡Que se iban a enterar todos estos lo que es una salida detono!"

Luis Alberto rebuscaba, ahora, nervioso en sus bolsillos."¿Dónde habré guardado las pastillas de la tensión? He de tomar una inmediatamente o saltarán las taquicardias por encima de la gabardina. Hay días que es mejor no parir buenas ideas. ¡Para una que se me ocurre en lo que va de año! Será mejor que vuelva a casa y recapacite."

Al tiempo que encaminaba los pasos hacia su casa, Luis Alberto reparó en otra tienda de teléfonos móviles, y acogiéndose del refranero pensó: A la tercera va la vencida. Claro que olvidó otro refrán que decía: No hay dos sin tres.

Entró en el comercio echo un brazo de mar. Aprendida la lección, soltaría por su boquita, muy bien y de carrerilla, lo que deseaba decir y sobre todo cómo exponerlo.

-Buenos días. Deseo regalarle un teléfono pequeño y moderno a mi amigo Amelio que ya posee compañía y su propia mujer le presta todos los servicios que necesita.

- Ah… muy bien caballero, entonces sólo ha de escoger el diseño. Hace apenas unos días nos han llegado unos nuevos modelos de telefonía móvil que cambian la melodía al mismo tiempo que aumenta la función vibratoria.

Luis Alberto fuera de sí, exclamó:

-¿Cómo dice usted?

Amablemente el dependiente comienza a darle todas las explicaciones.

-¡Verá señor! Hasta ahora los vibradores portaban una potencia moderada pero dado que su uso es muy frecuente y agradecido por los usuarios, los fabricantes han decidido aumentar su intensidad y afirmamos, con toda certeza, que los clientes se encuentran encantados y satisfechos con este nuevo poderío. Lo cierto es que no deja a nadie indiferente.

-Pues mire usted por dónde, aquí se presenta al primer indiferente. Que uno es mayor y quizá bajito y probablemente antiguo pero se menea en su casa lo que necesite menearse y no se dedica a mirar cómo la gente se vibra por ahí por mucha última moda que impongan los fabricantes.

Salió Luis Alberto del establecimiento más furioso que cuando perdía en casa el Real Madrid y con pasos decididos se encaminó a su domicilio. Llevaba ya una idea clara sobre cómo arreglar la cuestión que tanto le perturbaba en aquel momento. Obcecado, y en contra de su costumbre, subió de un tirón sus cuatro pisos andando, sin aguardar el ascensor, pues no deseaba perder más tiempo que el justo y necesario en zanjar el tema del regalo de Amelio.

Llegó al rellano de la escalera jadeando por el esfuerzo. Sin apenas aire abrió la puerta con cierto enojo y la cerró dando un portazo. Dirigió sus pasos, tambaleantes de agotamiento, al cuartito del teléfono. Si, en su casa aún existía una de esas habitaciones, tipo locutorio, de un metro por un metro, con un mastodontito teléfono negro colgado de la pared y una mesita donde apoyar las guías telefónicas.

Descolgó el aparato. Mientras marcaba el número de su abogado, porque… para algo tiene uno abogado, comenzó a debilitarse. Entre tanto ajetreo, se le había pasado la hora del almuerzo.

-Mario, buenas tardes, soy Luis Alberto. Necesito que compres un teléfono de esos modernos y pequeñitos que la gente guarda en los bolsillos y se lo envíes a un amigo mío que vive en Asturias. Te harél legar por Doña Pilar, la portera, la carta que debe acompañar al paquete. Ya me pasarás la factura cuando lo consideres pertinente. Muchas gracias y hasta luego.


Colgó el teléfono con brío y se llevó las manos a la cabeza pues ya comenzaba la danza de la migraña. Sonaba en ese momento el reloj de carillón. Eran las cuatro de la tarde.



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