miércoles, 4 de marzo de 2009

EL HOMBRECILLO DE RAYAS GRISES (relato) por Luis A. Alcocer



Esto sucedió durante una tarde de verano, hace ya muchos años,
una tarde de la que no he olvidado, ni olvidaré, creo, un solo detalle...



Estaban junto a mí, en la parada del autobús. Eran mayores, más de setenta años. Ella, pelo teñido, vestido amplio floreado, pecho dominante, de esos a los que uno se acerca con cuidado, con miedo a que un movimiento le haga salir despedido; sujetaba, con las dos manos, el bolso que colgaba de su cuello, mirando a su alrededor como si fueran a quitárselo; cada diez segundos, alargaba el cuerpo, su mirada calle arriba buscando el autobús; la punta de su zapato golpeaba, impaciente, el suelo. Miró mi cigarro encendido y, rápidamente, lo tiré apagándolo con el tacón...

Él (cómo no, siempre es igual) era muy poquita cosa: casi calvo, sus gafas ocultaban una mirada que debía adivinarse, fija en la acera de enfrente donde nada había; entre las solapas de su traje, rayas grises, se escondía malamente, un nudo de corbata mínimo y torcido; sujetaba, con su mano izquierda, una bolsa de plástico; no se movía...

“ Toda la vida con corbata y ni hacerte el nudo sabes. Si es que el que nace inútil...¡ Y estate quieto, acabarás tirando la bolsa!...”

Les dejé que se subieran antes que yo. Mientras él introducía el bono-bus, la mujer atravesó el pasillo, el bolso bien amarrado, separando contrarios con los codos, arrollando a los insensatos que se interponían entre ella y los dos asientos del fondo. Él, tambaleante, la seguía, avanzando o retrocediendo según los vaivenes del autobús.

Me senté tras ellos. La mujer, aunque el calor era insoportable, cerró su ventanilla y la del asiento anterior.

“Se hacen corrientes y los resfriados de verano son los peores”

Y en voz más alta, dirigida a una pareja joven sentada delante:

“¡Ya no se respeta nada!”

Luego, fijó sus ojos desafiantes sobre los dos cogotes, esperando un gesto, pero éstos permanecieron quietos.

Pasaron dos o tres minutos.

“¡Qué calor!”, dijo, mientras se abanicaba con la mano.

“¿Habrás guardado bien el bono-bus?... no sea que lo pierdas, como siempre, que no sé en qué vas pensando...”

El hombrecillo asintió con la cabeza, sin separar la mirada del frente.

“¡Qué calor!” –insistió-. Teníamos que haber cogido un taxis..., pero no, el señor no tiene en cuenta si yo voy cómoda o no...; luego para el periódico sí hay dinero, pero para un taxis no. ¡Bastante te importa a ti que yo esté a gusto!”.

El hombre inclinó levemente la cabeza y se rascó una mano. Parecía no estar allí.

Los jóvenes que estaban delante se miraron, rozaron sus labios y ella descansó su cabeza sobre el hombro de él.

La mujer empezó a removerse como si estuviera sentada en un hormiguero.

“¿Has visto, has visto?...¡Qué vergüenza!...¡En público, como si no hubiera otros sitios para hacer marranadas!”.

La pareja no se inmutó.

“¡Claro, así les va!...¡Así pasan las cosas que pasan!”.

Miró a su marido:

“¿Y tú qué?...¿No dices nada?...¡A ver cuando hemos hecho tú y yo!”...

Puede que ustedes no me crean, pero entonces, sucedió algo insólito: yo que estaba sentado justo detrás del hombrecito de gris, comencé a leer, a escuchar, o a sentir, no lo sé, sus pensamientos; claramente, como si estuviera dentro de mi cabeza. Él seguía inmóvil, sin mover un músculo..., solamente unas gotas de sudor le resbalaban coronilla abajo...:

“Déjame besarte, sólo un beso y nada más...”
“Pero, nos pueden ver... aquí, en el portal...”
“Anda, sólo una vez”
“Bueno, una vez”

... ...
... ...

“De verdad, podemos casarnos; mi padre me va a colocar en su negocio y luego, cuando termine la carrera, ya buscaré otro sitio mejor...”

“De acuerdo, pero tendrás que convencer a mi madre; no por la boda, aunque sabes que le caes muy bien, sino para que nos vayamos a vivir con ella.”
“¿Y no podríamos alquilar un sitio pequeñito y estar solos los dos?...”
“Eso ni pensarlo. Yo no la voy a abandonar. Y, además, es un dinero que nos ahorramos... Total, más tarde o más temprano, Dios no lo quiera, ella nos dejará y ya podremos vivir solos.”

“Bien, como tú quieras, mi amor.”

... ...
... ...

“Mira, he estado pensando; han pasado veinticinco años, tenemos dinero ahorrado suficiente para comprar un piso. Además, el niño ya ha terminado la carrera y va a necesitar un cuarto más, un despacho, para él solo... Y no hace falta irnos lejos, podríamos buscar uno por aquí cerca y tú seguirías al lado de tu madre...”

“Siempre has sido igual de egoísta; qué verdad es que las personas no cambian nunca. Serías capaz de dejar sola a Mamá... ¡Serías capaz!.”

... ...
... ...


“Ya estás tosiendo otra vez..., tú y tu tabaco...”
“Pero, si no fumo; si no me dejáis.”

“Sí, no fumas en casa, pero fuera seguro que sí, además le has pegado tu costumbre al niño, que se pasa el día con el cigarro en la boca.”

“El niño tiene cincuenta años y pienso que no le influye mucho lo que yo haga o deje de hacer...”

“¡Cuánto te gusta discutir y llevar la razón!...
¿Qué quieres?... ¿Qué nos oiga Mamá?...Ya sabes que se disgusta si discutimos; y no me hables del niño, que bastante sofocón me dio cuando se casó y se fue de casa... Y todo por tu culpa, que bien le animaste.”
“Pero..., ¿cómo iba a vivir aquí...?

“Pues, tan ricamente, con sus padres y su abuela; donde caben tres caben cinco... Pero tú siempre llevándonos la contraria, molestando a las dos, queriendo hacer siempre lo que a ti te parece... ¡Por qué te haría caso, con lo que bien que hubiera podido estar yo!...”

... ...
... ...

Sólo habían pasado tres o cuatro minutos. La mujer del asiento de delante miró a su marido...:

“¿Te has quedado dormido o qué?... Llevarte a ti al lado es como llevar un paraguas. Venga, levántate, que nos bajamos en la próxima; sólo falta que nos pasemos de parada, lleguemos aún más tarde y Mamá se preocupe...”


El hombrecillo se puso en pie, se acercaron ambos a la puerta. Fui detrás. Él salió primero, le ofreció su mano para que se apoyara al bajar.

“¡Quita esa mano, que igual me haces caer!... ¡Y, encima, estos bolsos con la correa tan larga...!”

Movió el bolso hacia un costado, para poder usar las manos al salir, manteniendo la correa alrededor de su cuello. Bajó, y entonces aquel hombre pequeño, con un gesto que sólo yo percibí, mientras se cerraban las puertas, empujó hacia el interior el bolso.

El autobús marchó, calle abajo, arrastrando a la mujer, golpeando su cabeza contra el bordillo de la acera unas veces, contra las farolas, alineadas cada diez metros, otras.

Se quedó observando como desaparecía a lo lejos, tras una esquina. Luego, me miró, creí ver una lucecita en el fondo de los cristales de sus gafas de miope.

“¿Tienes un cigarro, hijo?”

Se lo di.

“¿Quieres subir a ver a tu abuela?”
Negué con la cabeza.
“¿Paramos un taxi?”
“Bueno”, contesté.
Tiró al suelo la bolsa de plástico que había llevado en la mano durante todo el viaje.
Caminamos, uno junto al otro... Comenzó a notarse una brisa ligera, preludio de un Otoño apacible...

... ...
... ...

Como ya les dije, sucedió durante una tarde de verano, hace ya muchos años, una tarde de la que no he olvidado, ni olvidaré, creo, un sólo detalle.



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