viernes, 13 de febrero de 2009

TREINTA Y OCHO por Mª Ángeles Cantalapiedra


Cada día, de lunes a viernes. A la misma hora. Aún no ha amanecido y nos encontramos, mudos, dormidos. Nos sentamos en un rincón evaporándonos del entorno.
Avanzas calle arriba con la serena parsimonia de quien debe llegar, pero alarga su letargo… Mientras, la luz va desplegando sus alas hacia un nuevo día y nuestro refugio, alejado de realidades que duelen, soñamos con letras que pudieran ser dibujándolas en una nube en la memoria.
Llega nuestra despedida. Paras suavemente y me dejas como una cenicienta a punto de convertirme en otra. ¡Hasta luego! Te oigo murmurar en tanto reanudas tu paso socarrón.
… Ocho horas después te espero en nuestra cera. Tardas en llegar y cuando llegas arrastras el sudor y el cansancio de horas escalando y volviendo a descender calle abajo. Apenas me puedes ofrecer abrigo, tus brazos están repletos y, cuando puedo descansar en tu regazo, mi cabeza se apoya en tu frente… Está fría o, como hoy, mojada de lágrimas de lluvia. Aún así, me llevas a casa silente, humilde, servicial, remolón… Nos despedimos y al verte partir, no dejo de agradecerte esas dos horas que me dedicas al día para que yo, subiendo calle arriba, bajando calle abajo, pueda remodelar o, tal vez, apaciguar mis sentimientos lejos de falsedades e hipocresías.
… Mi amigo se llama Treinta y Ocho; no es humano. Es un estupendo autobús.


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