viernes, 27 de febrero de 2009

HISTORIAS DE AUTOBÚS por Mª Ángeles Cantalapiedra


¿Qué son tres euros? Tal vez dos cerveza, una cajetilla de tabaco, una piña, un kilo de tomates Raf… Quién sabe, quizá se pueda comprar otras cosas que nosotros no sospechamos…
Vi la muñeca, costaba tres euros. El vestido estaba sucio y roto, pero la muñeca tenía un ángel especial; después de dudar por mi osadía, la compré y salí zumbando de la tienda. Cuando llegué a casa la escondí hasta la mañana siguiente y una vez que comprobé que estaba sola saqué la muñeca, la desnudé y lavé su ropa. Mientras esperaba impaciente a que se secara mantenía la muñeca en mis manos, la miraba preguntándome que tenía ella para que una mujer seudo madura estuviera jugando a su edad. Planché el vestidito, peiné la melena y limpié su cara; al terminar, me dije “¿y ahora qué?”

Entonces recordé al hombre de tez calcinada que cada mañana se subía al autobús con enorme esfuerzo. En cada brazo llevaba una preciosa carga de valor incalculable. Una, emergía de una vestimenta azul eléctrico, en su rostro colgaban dos noches por ojos y una luna prendida en su boca; nunca he visto una criatura que sonriera tanto con su gesto. La otra, era una niña de pelo tizón que miraba hasta traspasarte el alma y su gesto era tan oscuro como una noche sin luz. El hombre se sentaba arrebujando contra él los dos cuerpecillos y besando continuamente las dos diminutas cabezas. Los niños iban limpios, se les veía bien alimentados y cuidados y… eran el juguete de todos los que íbamos en el autobús, cuesta arriba, cada mañana.
…La muñeca sin hablar me puso delante de mis ojos la cara de esa niña de apenas tres años cuyo gesto no sabía sonreír.

A la mañana siguiente la metí en una bolsa y me fui a trabajar, pero ni ese día ni los siguientes apareció el hombre, hasta hoy, que subió ligero de equipaje, con los hombros encogidos. Le observé desde mi asiento... ¡emanaba tanta tristeza!… y la muñeca seguía en la bolsa junto a mí esperando su destino difuso.
Antes de llegar a mi parada me levanté y acercándome al hombre de tez calcinada le dije:
-¡Hola!... ¿Qué tal los niños? Hace días que no los veo.
-Me los han quitado. No tengo dinero para mantenerlos, se me acabó todo lo que tenía y no encuentro trabajo…

Calló y agachó la cabeza. No supe qué decir. Torpemente saqué de la bolsa la muñeca y se la acerqué. Él la agarró estrechándola contra su pecho.
“Gracias” me dijo con voz entrecortada; a mí se me nubló el sol y cuando bajé del autobús estaba lloviendo. No sé si era el cielo quien lloraba o era yo.


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